Alberto
JIMÉNEZ URE
Escorias
[Novela, 2007-2008]
De la presente y primera edición
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República Bolivariana de Venezuela
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Alberto Jiménez Ure
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República Bolivariana
de Venezuela.
[®] Ilustración de la portada [Hermafrodita]
Copyright by
Antonio Eduardo Dagnino
Depósito Legal:
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ISBN: 978-980-11-1207-5
Lásercomposición:
Aleph Editor
[Carrera 22 A,
entre calles 56 y 57, No. 56-67. Barquisimeto, Edo. Lara.
República Bolivariana
de Venezuela
Teléfono:
0251-4426473]
[Dedicatoria]
«Dedico esta
breve novela a todas las prostitutas que durante juergas nocturnas en malolientes tascas conocí, a las que se enmascaran y
las que explícitamente se exhiben en venta a cualesquiera malviviente [hombre, lesbiana u homosexual] por billetardos:
licores, drogas o por el placer suicida de socavar su reputación personal o la criminal conducta de abatir
la existencia de quienes [presas del desamparo, despecho o depresión] dembulan por los nada odoríferos establecimientos
donde se dispensan bebidas, sexo o estupefacientes para experimentar euforia o sentirse heroicos.
Temprano, a causa de sus actos ilícitos por nuestra descompuesta sociedad tolerados, culminan en la ruina material
o moral: confinados en hospicios, despreciables habitáculos o simplememte en la cruel indigencia que
las pestilentes calles de nadie les depara a los que no adviertien [a tiempo] que son unos imbéciles»
[Capítulo I]
Son las 4 antes
meridíes de un sábado cualquiera. Falema y Samara, como siempre, «trajeadas de negro», se sientan en una de las pestilentes
aceras del centro de la ciudad a decidir dónde dormir para reponerse de la borrachera y el excesivo consumo de cocaína, marihuana
y alguna otra droga desconocida que habían consumido desde las 9 de la noche del día viernes. Durante la juerga de la víspera,
fueron acompañadas por Valentina, Gladys, Emiliana, Alejandra y otras «Princesas de la Obscuridad» que tomaron la decisión de irse a fornicar por nada o un billetardo de
baja denominación con los puercos que les saciaron el alcoholismo y adicción a los estupefacientes.
Falema y Samara,
hermanas de sangre y fechorías, se confiesan, una a la otra, haber felado a dos de los hombres que les brindaron ron
y cerveza porque estaban furiosos con ellas. No quisieron dejarse falotrar vaginalmente por miedo al embarazo fortuito
o contagio del Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida [SIDA]. Prefirieron mamarles sus miembros, en los urinarios
para varones antes del cierre de la última de las tascas donde bebieron y se doparon.
-El «hijo de
puta», cuyo nombre olvidé, no tenía condones y me obligó arrodillarme en el piso del asqueroso baño, que estaba inundado de
orines y servilletas llenas de mierda –aparentemente arrepentida y asqueada, con lágrimas en los ojos, confesó Falema
a su pariente-. Yo no quería que me eyaculara en la garganta y él, a pesar de haberme prometido que no lo haría, me agarró
con fuerza el cabello y en el último instante impidió que yo separara mi boca de su hediondo falo. Pero, me permitió
enjuagarme la boca en el lavamanos.
-Ay, hermanita
del alma –le musitó al oído Samara-. Yo tuve peor suerte que tu. Qué actitud podemos esperar de malandros en estado
de ebriedad. El bicho que me tocó a mi bajó la tapa de la poceta para sentarse, me empujó hacia el piso tomándome por los
hombros y me obligó a mamarle el güevo. Pero, no quiso «coronar» en mi boca. Me levantó, me bajó el pantalón y la pantaleta,
me falotró por el culo y por fin eyaculó. Tengo un ardor insoportable en el trasero. Menos mal que no metió su palo
por mi vagina.
-A mi igual
quiso el maldito «cargarme» por el culo, como habla el español amigo tuyo, ese que le lamió la vagina a Emily en tu presencia,
pero le imploré que no lo hiciera a causa de mis hemorroides. Él las tocó con sus callosos dedos y lo comprobó. Dejé solo
a Ulberth, que me trata bien, para rumbear contigo y mira lo que tengo que vivir. Pobrecito mi «viejito», se deprime horriblemente
cuando me espera y no aparezco para perderme contigo. Tu tienes la culpa […] Me instigas.
-No me reproches,
Falema, porque bastante putita que eres. Te gusta, tanto como a mi, venir a la Perrera Central los fines de semana. Llórale y júrale que no le fuiste infiel, manipúlalo
como yo a Víctor, y dile que sólo salimos a tomarnos unas cervezas juntas sin hombres por las tascas de la ciudad.
-No es un tonto
y dudará de mi [no es un cabrón ni proxeneta, como tu marido, a quien crees «manejar»]. Habrá llorado por mi
traición, por abandonarlo el fin de semana. Me ayuda económicamente. Me da dinero para comprarme ropa y los medicamentos de
Rinel, que padece piodermitis [sabes que se le pudre y enllaga el cuero cabelludo]. Nos da comida, nos cocina y nos
lleva los platos a la cama. Me hace el amor con ternura, sin violencia, y no lo ayudo en nada, ni siquiera a limpiar su apartamento.
Es como un cariñoso y leal esclavo personal mío, sin que yo le pague un sueldo. Además, es muy aseado. No es infiel, no se
ensucia con ninguna perra que se le regale. Pero Víctor está acostumbrado a recibirte de madrugada, siempre que le traigas
dinero. Y, a propósito, ¿te dio billetes ese mal parido que provocó el sangramiento que tiene tu culo? A mi nada me regaló
el «coño de madre» que me puso a chuparle su marrón, verrugoso y pútrido pene, nada, hermanita […]
-Vamos a dormir
en casa de Víctor. Yo logré robarle algo al desgraciado que me lastimó el trasero. Vamos a pie: nos ahorraremos el
dinero del taxi. Estamos cerca.
-Pueden violarnos,
Samara.
-Ya qué importancia
tiene. Arriesguémonos. Caminemos y fumémonos esta poquita marihuana que le quité al degenerado.
Falema, morena,
robusta, hermosos ojos, grandes senos, de frondosa, desordenada y encrespada cabellera afroamericana, se levantó y
dijo que tenía hambre.
Samara, de
tez menos oscura, cabellera similar a la de su compinche, flaca y cuerpo varonil, la desanimó:
-No tenemos
suficiente para comprar ni una hamburguesa. Me quedaría sin dinero y Víctor se molestaría si no le llevase billetes. No podríamos
dormir en su departamento.
-¡Maldición!
–se lamentó Falema-. Los hombres sólo nos dan licor y drogas, nos cogen y nunca nos ofrecen comida. Somos unas estúpidas.
-Siempre dices
lo mismo, perrita, y no resistes que te inviten a beber o doparse. Mejor te callas, hermanita.
-No me llames
perrita. Mas puta eres tu, mas experimentada y tienes mas edad que yo.
-Ya, «mi reina»,
vámonos de aquí. Por allá varios borrachos nos miran con mala intención.
A Falema le
provocó enviarle un mensatexto al teléfono celular de Ulberth, para intentar que le pagase un taxi e ir a su vivienda.
Pero, Samara le arrebató su movilcel y argumentó que era una mala idea.
-Sabes que
enfurecerá –le advirtió-. Estará despierto, deprimido, y te recriminará. Hueles a orine y semen. Dormiremos donde Víctor
y durante la tarde lo llamarás. Chíllale por teléfono y te dirá que vayas. Los fines de semana está sin su hijita Artemisa,
desesperado por verte y te recibirá a su lado.
-¿Por qué tengo
que portarme mal con él, por qué, por qué si me adora tanto?
-Ya no lloriquees
tardíamente, camina, ¡camina rápido!
[Capítulo II]
Víctor estaba
despierto, bebiéndose una botella de alcohol barato [sin marca, destilado clandestinamente]. Fumaba marihuana cuando Samara
y Falema gritaban su nombre al pie del edificio para que les permitiese entrar. Él asomó su descompuesta cara por el balcón
y les preguntó si le traían dinero. Contrario a lo cual no les tiraría la llave de acceso.
-Sólo tengo
tres billetes de cinco, pero, mañana te traeremos más –le dijo Samara, su mujer desde hacía más de tres años-. A un
malandro que nos brindaba, logré robar una porción pequeña de hierba y pocos billetes.
-Está bien,
suban –fue indulgente el proxeneta.
Les lanzó las
llaves y ellas, rápido pero tambaleándose, subieron. Al entrar, Víctor encerró a Samara en la habitación principal y la desnudó
para hacerle un riguroso registro en sus partes íntimas. Halló, de hecho, los billetes doblados en los sostenes de Samara
que no tardó en desplomarse de cansancio. Falema se encerró en la habitación para huéspedes, donde solía dormir cuando llegaba
con su hermana a esa residencia de mala reputación. Pero, el botón del picaporte no fue obstáculo para que el proxeneta
abriera con otra llave la puerta de esa recámara. Se apresuró a empujarla y tirarla hacia la cama.
-¡Tienes que
darme culo, cuñada, porque nadie duerme en mi casa sin pagar por ello y no quiero falotrar a tu también asquerosa hermana
mayor que ya me aburre porque siempre me llega cogida por malandros! –le ordenó el bastardo.
Ella intentó
luchar con él para impedir que la violara, pero el tipejo la amenazó con un cuchillo. Con excesiva violencia y morbosidad,
la desnudó, la colocó en decúbito y le introdujo –sin lubricarse- su mohoso pene por el culo. Le desgarró las
hemorroides, que comenzaron a sangrar. Su jadeo duró casi quince minutos. Su borrachera le prolongaba su resistencia a la
eyaculación. Ella se quejaba y lloraba sin escandalizar, porque sabía que los vecinos compilaban firmas para lograr la expulsión
del sátrapa de ese apacible condominio donde ellos desentonaban por los sucesivos escándalos nocturnos. El degenerado
le derramó su –obviamente- contaminado semen en el interior del ano y por las nalgas.
-Y no intentes
denunciarme –le advirtió-. No es la primera vez que te «cargo», perra sucia, y se que te gusta que lo haga. Te pareces
a tu hermana en lo puta, en lo pervertida y promiscua. Somos una familia de «coños de madre drogadictos y ebrios». No somos
santurrones. No soporto sollozos de ramera.
Falema mordía
la almohada para que sus quejidos no se escuchasen. Y así quedó, tendida en la cama, boca abajo, mientras su cuñado salía
feliz del recinto y cerraba la puerta. No obstante el dolor que sentía, segundos antes de dormirse pensó en Ulberth y experimentó
una infinita culpa. ¿Por qué, por qué, por qué soy tan cochina que una y otra vez cometo el error de salir con mi pervertida
hermana para culminar abusada? –se decía, babeando, presa de la náusea-. Yo debería estar en la casa de Ulberth, tranquilla,
siendo amorosamente atendida y cuidada. No sé qué ocurre conmigo, Dios […]
Falema fue
la primera en despertar, ya en plena tarde [a las trece horas del sábado]. No recordaba casi nada de lo sucedido la noche
anterior, pero tenía fugaces imágenes de Víctor violentándola y falotrándola por el culo. Fue al baño, se aseó la vagina
y no quiso ducharse porque la única toalla estaba hedionda. Qué no decir de la poceta, ennegrecida de tanta alimaña. Anhelaba
salir del sitio, pero el malviviente solía esconder las llaves para que no escapasen sin su consentimiento. Ella debía
esperar que Samara y él salieran de la habitación que compartían. Media hora más tarde, lo hicieron abofeteándose mutuamente:
porque Samara le preguntaba si había abusado de Falema mientras ella dormía. Ambos mostraban una terrible resaca en sus horrendas
miradas.
-Dile a la
puta mayor que anoche nada te hice –emplazó Víctor a Falema, en tono intimidatorio-. Está furiosa y quiere largarse
contigo de nuevo. Háganlo, pero, si regresan a la madrugada, tienen que traerme más dinero. Se irán sin almorzar, porque los
billetes de anoche sólo alcanzarán para que yo compre comida para mi.
Samara ya estaba
vestida, e igual sin ducharse o asearse, y se escabulló con Falema hacia la calle a pescar [hombres] suerte. Rezaban
para toparse con alguien que les diese unas monedas para hacer llamadas telefónicas desde los movilcel que alquilaban
en las calles.
Algún «amigo»
las auxiliaría y les brindaría comida o les daría próceres impresos en préstamo.
Caminaron por
la Perrera Central, que de día lucía adecentada,
y Falema recibió una llamada de Ulberth en su movilcel. Estaba solo, muy deprimido,
decepcionado, tomándose unas cervezas en el Restaurante La
Tercer Avenida. Le fascinó que su
«novio» hubiese ido allá en su búsqueda [solían libar y comer en ese establecimiento].
-Samara y yo
estamos cerca, mi «gordito lindo» –le informó Falema a su pareja sentimental-. En diez minutos estaremos contigo. Después te cuento
por qué no pude ir a tu casa anoche.
-Inventa una
buena historia, marica, porque él es muy celoso e inseguro –le dijo su hermana-. Desconfía de ti, y mucho más de mi.
-Ya se, Samara.
Le diremos que estuvimos en el poblado de Ejido, cuidándole las niñas a Yoly, quien tuvo que ir a una excursión con su marido
y nos pidió el favor de atender a nuestras dos sobrinas.
-Genial idea,
genial: nos creerá. Él le da excesiva importancia al cuidado de las niñas, inclusive, es madrepadre de Artemisa.
-A quien haré
llorar lágrimas de sangre. Detesto a esa perrita y también a mi berrinchosa hija Rinel.
-Yo igual soy
una confesa malamadre: no amo a Sadam. Es una ladilla y me arrepiento de haberlo [podrído] parido. Afortunadamente
mamá me cuida a ese «maldito».
Ulberth había
estacionado su pequeño vehículo frente al Restaurante La Tercera
Avenida, que ellas divisaron.
-Está allá,
es cierto, esperándonos –formuló Samara casi sin poder creer que veía la máquina de rodamiento de Ulberth-. Almorzaremos
divinamente con él. Ahí la comida es exquisita. Ese macho tuyo tiene muchas tarjetas de crédito. Tenemos que chulearlo sin
pena. Te adora, lo dice siempre, y tu tienes tu precio.
Las «Princesas
de la Obscuridad» entraron y se aproximaron a la mesa
donde Ulberth estaba con lágrimas en los ojos, como ellas suponían, y levemente ebrio. Fa [lema] lo abrazó y besó con
fingida euforia. Y, sin dejarlo pronunciar palabras, le contó la mentira previamente urdida por ambas. El imbécil, porque
no merecía otro calificativo, les creyó la burda historia. A pesar de verlas descompuestas, pútridas, con rostros que denotaban
una fuerte resaca.
[Capítulo III]
A un joven
y muy amable mesonero, las mujeruinas pidieron cervezas y la carta con las ofertas de «platos del día». Al rato, ya
comían compulsivamente e ingerían licor con desespero. En la Tercer
Avenida se quedarían hasta el ocaso.
Samara recibió
una llamada en su movilcel.
-¿Quién te
llama? –le preguntó Falema.
-El Pistolero.
-¡Ah!, ¿el
funcionario? ¿Vendrá?
-Si.
En la región
de la Perrera Central y el país, todavía
la marihuana, cocaína y otras drogas eran ilícitas y su tráfico prohibido. Ulberth se aferraba a uno de los brazos de Falema,
presa de la depresión y ebriedad. No sabía quién era el funcionario que Samara, impaciente, esperaba. De súbito, la sermoneó
e incriminó:
-Nunca conocí
a una persona que hablase tan pésimamente de su hijo –formuló-. Mucho menos tratándose de alguien que todavía es
un niño, un Ser Humano en plena pubertad. ¿Por qué tienes que afirmar que es una ladilla en tu vida, Samara? Es tu
hijo, tu único vástago, y no puedes negar, además, que ni siquiera lo has criado. Todos los domingos, hasta las ancianas madres
suelen enfilarse -bajo recio sol- frente a las penitenciarías para entrar y ver a sus seres queridos que purgan condena. Aman
a quienes parieron, aun cuando sean forajidos. Él no ha sido una carga para ti, malamadre, y durante más de una década
has socavado tu salud y reputación en la Perrera Central».
-Si, estúpido,
lo admito –le replicó, con ronca voz de borracha, Samara-. Soy una «malamadre». No sirvo ni serviré para criar a nadie.
Eres un moralista.
Fa [lema]
miró con [hipócrita] reproche a su hermana, emplazándola a disculparse por su fiera respuesta al sermón de Ulberth. La «Princesa
de la Obscuridad» mayor se levantó de su silla, la deslizó
hacia donde Falema y Ulberth estaban y volvió a sentarse. Le apretó fuertemente el muslo derecho al «cuñado», prodigándole
caricias hasta tocarle el falo con los dedos.
-Tranquilo,
Ulberth –revirtió-. No quise hablarte de ese modo. Pasa que, realmente, eres muy moralista. Reconócelo.
-Me has tocado
el balano –le reclamó él, desconcertado-. Fa, ¿nada le dirás? Mira, me manosea.
-Es mi hermana,
tonto –sentenció su «novia»-. ¿Qué puede ocurrirte?
En ese instante
llegó el tipejo que Samara esperaba y, al verla, tomó asiento sin pedir permiso. Llevaba un arma adherida a la cintura, que
intentó ocultar con su chaqueta. Le dio un beso a ambas y estrechó la mano a Ulberth. Le habló al oído de la «Princesa de
la Obscuridad» mayor y le dio dos paquetitos. Pidió una
cerveza, se la tomó apresuradamente y se despidió.
-Ten cuidado,
Samara –suplicó, acobardado, Ulberth-. Es evidente que te trajo drogas. ¿Quién es?
-Tranquilo,
imbécil –reincidió ella con su tono agresivo-. Es un amigo policía que me regala porciones de la materia que decomisa
a los malandros durante las requisas nocturnas que realiza.
Ulberth, nervioso,
pidió la cuenta al mesonero. Sacó su cartera, tomó una de las tarjetas de crédito y se la extendió. Cuando el muchacho procesó
el pago, le dejó una buena propina y –al fin- salieron de la
Tercer Avenida. Se introdujeron en el vehículo y transitaron por el centro hacia otra tasca, porque
Falema persuadió a su «pareja» para que les brindase varias cervezas adicionales antes de partir a La Arenisca [donde vivían]
Durante el
recorrido Samara se preparó un tabaco de marihuana y fumó. Le ofreció a Falema y Ulberth. Su hermana, que sabía a él no le
agradaba se dopase, rehusó consumir y fue previsible que su «novio» también rechazase la droga. Luego de brindarles ocho cervezas
más, Ulberth llevó a su cuñada al edificio donde vivía con su proxeneta: y –más tranquilo- regresó a su apartamento
de La Arenisca con Falema.
[Capítulo IV]
La nevera de
la planta alta de la casa de Ulberth estaba repleta de cervezas. En el lapso de dos horas, ambos prosiguieron bebiendo y Falema
fue sexualmente espléndida con él. Se pintó [una y sucesivas veces más] los labios de rojo para chuparle –divino- el
falo a su «novio». Le decía que se la «cargara» por la vagina primero, después por su culo con una perfumada vaselina.
Ulberth la
satisfizo con extremo cuidado, porque ella tenía hemorroides y no quería lastimarla. Cuando ya no podía ingerir más licor
por su excesiva borrachera, ella derramaba la cerveza en la cama y el piso. Lamentó que su pareja rechazase las drogas. No
se dormía y estaba ansiosa por consumir.
-Cuéntame sobre
lo que fue tu vida, «amor linda» –le sugirió Ulberth, para que dejara de pensar en drogas y durmiese.
-¿Sobre mi
vida? –lo miró, expectante, la «Princesa de la Obscuridad»-.
Puedo confesarte, por ejemplo, que yo me he fornicado a muchos hombres que tu conoces.
-¿A quiénes?
–Dime […]
-Al marido
de mamá y otros de la calle donde vivo con ella.
-Eso es muy
lamentable, Fa. No sigas, me asquea tu confesión. Tarde o temprano, tendrás un infernal pleito con Kmalia. Aun cuando te haya
parido, confiará más en su hombre.
-Esa es una
maldita sin autoridad moral para reclamarme nada. Yo se que fue puta al llegar a este país. De mi infancia sólo recuerdo que
los bichos que traía a nuestra casa para fornicar nos maltrataban: a Yoly, Samara y a mi. Pero, es la única madre que tengo.
-Falema, no
puedo creer que esa trabajadora señora haya sido tan promiscua cuando ustedes eran niñas. La injurias. Parece que la odias.
-Si, la repudio.
Me ofende, nos sermonea y denigra mucho a Samara y a mi. Malhumorada, nos grita, nos llama zorras, nos pide que la dejemos
vivir sola con Richard, su chulo actual. Me he acostado varias veces con él, para mantenerlo chantajeado. Es un mentiroso.
Cuando la enamoraba, le dijo a mamá que era médico. Pero un día Samara lo vio vender café en el centro.
Las palabras
de Falema perturbaron a Ulberth, quien decidió filmarla y grabarle un vídeo para mostrárselo ulteriormente. Sin importarle
las consecuencias que tendrían sus confesiones, la «Princesa de la Obscuridad»
continuó mencionando nombres de tipejos y hasta admitió sus experiencias sexuales con mujeres. Casi todas menores de edad,
a las cuales manipulaba: Lorena, Neida y otras que se desnudaban, con provocación, delante de ella y Lesbianiaban.
-Increíble,
Fa, no sigas [...]
-Yo qué puedo
hacer […] Me muestran sus paraditos y grandes senos. Soy una persona de carne y huesos.
-Difiero de
ti. Siento asco por los hombres y tiendo a sublimar a las mujeres. No ovaciono ni me atrae el homosexualismo.
Esa madrugada
de domingo, finalmente Falema se desplomó en la cama de Ulberth y quedó silente. Él no podía dormir. Estaba confundido, inquieto,
en extremo deprimido. Sin embargo, la abrazó, cerró los ojos y experimentó intermitentes y [fétidas] nauseabundas pesadillas.
[Capítulo V]
A las 7 am.,
ya Ulberth preparaba dos hamburguesas para desayunar. Sentía una desagradable debilidad física. Falema dormía profundo, sin
dar señales de movilidad alguna. Las confesiones de la «Princesa de la
Obscuridad» todavía retumbaban, dolorosamente, en su cavidad craneana. Anhelaba verla despierta para pedirle
que ratificara o no sus terribles aseveraciones. Tuvo que esperar hasta las 11 am.
Fa explayó
sus ojos cuando Ulberth miraba un noticiero internacional en la televisión, sentado en el borde de la cama junto a la joven
señora de 28 años, acariciándole su rebelde, copiosa, alámbrica y mal cortada cabellera de no muy buen aspecto general.
-Ulberth, «mi
amor» –con voz suave, pronunció Falema incorporándose y abrazándolo-. Me siento extraña, muy extraña. Dime si me porté
mal anoche […]
-¿Tu qué imaginas?
–la interrogó él, entristecido.
-Nada, no pienso
nada […] Me siento mentalmente incómoda.
-A eso llamamos
«resaca moral».
-Si, «mi amor»
[…]
-Ebria, te
echaste mucha paja sucia y lodo putrefacto encima. No se si pretendías impresionarme, asustarme, demostrarme lo [en extremo]
pervertida que eres.
Con rigurosa
precisión, Ulberth procedió a narrarle todo cuanto ella -desinhibida- le había confidenciado. Después de lo cual, neviosa,
Falema lloró en el hombro de su «novio».
-Yo estaba
borracha, «mi amor». Te suplico que no me dejes. A veces digo cosas que me perjudican. Olvida esas confesiones. Quizá sea
una mitómana cuando está dopada o ebria.
-Son gravísimas,
Fa. Pero, ¿son ciertas o falsas? Tengo miedo. No se con qué clase de mujer me acuesto.
-No quiero
perderte, «mi amor», Perdóname […]
Después de
tiernamente besarle la frente, Ulberth se levantó de cama y fue a la cocina. Tomó la hamburguesa que le había guardado a Falema,
y, rápido, regresó a la única alcoba del pequeño apartamento de planta alta. Ella lo recibió con distinto aspecto. Parecía
haber superado la culpa que la atormentaba.
Miró el plato
y su rostro irradió alegría:
-¡Quién no
amaría a un hombre como tu!, Ulberth!–exclamó-. Me das trato de reina. Eres muy cortés.
-Te traeré
un vaso de leche –le anunció él.
-Gracias, «mi
amor». Me gustaría. Me arde el estómago. Y tu, ¿no desayunarás conmigo?
-Temprano lo
hice. Sabes que duermo poco.
Él pensó que
la «Princesa de la Obscuridad» se resistía a responder
afirmativa o negativamente, porque sus expresiones faciales la delatarían. Empero, no quiso proseguir con el tema a causa
de sus depresiones. Prefirió buscar una lata de cerveza y beber.
-Desayunaré
y luego beberé licor contigo, «gordito lindo» –en tono adulatorio, expuso Fa.
-Me gustará
–cabizbajo, replicó Ulberth-. Quiero desalojar de mi mente pensamientos que me abaten.
Tras reconocer
que la hamburguesa tenía un rico sabor, Falema le devolvió el plato vacío a su «pareja» y le expresó su deseo de orinar. Se
hallaba desnuda y le pidió que le trajese una toalla para envolver su cuerpo e ir al baño. Ulberth asintió con un ligero movimiento
de cabeza y fue hacia la cocina a lavar la vajilla. Ella lo abrazó, fortísimo, por la espalda e inmediatamente entró a la
ducha. Se bañó con la puerta abierta, dejándose observar por él y pidiéndole que la ayudase a enjabonarse. Él se excitó, se
quitó el short, la franela y fue a su lado. Ambos se enjabonaban y ella comenzó a chuparle, con inusitado fervor, el
falo. Con cierta incomodidad a causa del resbaladizo piso, fornicaron.
-Me gustas
muchísimo, Ulberth, muchísimo –le susurraba Fa-. Ahora lámeme la vagina, «mi amor»: chupa, me encanta […].
Hábil, le satisfizo
su deseo y ella emitió inconfundibles gemidos de placer. Secaron sus cuerpos y retornaron a la habitación. Fa le quitó la
cerveza a Ulberth, quien fue en busca de otra y pronto encendieron el aparato de sonido. Bebían similar a los dipsomaníacos
y él no cesaba de platicarle con su difícil, para muchos, metalenguaje. Era un escritor desde sus días infantes, un
obsesivo estudioso de la Filosofía y Literatura.
Y ella sólo reía, bebía, lo abrazaba y besaba intermitentemente. No era una interlocutora válida, evadía reflexionar sobre
su vida, respecto a su infame comportamiento o su relación con Ulberth. Su inteligencia y capacidad de razonamiento eran pobrísimas.
[Capítulo VI]
Dos horas más
tarde, Fa [lema] se encontraba -de nuevo- muy ebria. Reía graciosa y alocadamente.
Dijo lamentar
que su anterior marido, Alveiro, no hubiese tenido la personalidad de Ulberth.
-Eres maravilloso –le
infería-. Yo amaba a Alveiro, pero siempre me golpeaba.
-¿Por qué lo
hacía, Fa?
-Decía que
yo era una puta.
-¿Y qué eres,
«amor linda»?
-No me confundas
[…] Creo que ya estoy borracha. A él no le gustaba que yo me reuniera con Samara, que fuese a la casa de Víctor.
-Yo entiendo
sus razones, «amor linda». Te confieso que Víctor no me parece una persona confiable. Las veces que hemos estado en su residencia,
he tenido la impresión que es un [sátrapa] trastornado. Consume, simultáneamente, licor, marihuana, cocaína y otras drogas.
-Es un degenerado,
mi «gordito lindo». Una vez que le dejamos a Rinel, mi hija, y las hijas de Yoly [mis sobrinas Sol y Any], y nos fuimos todas
las hermanas a rumbear, cuando regresamos ellas nos contaron que Víctor –desnudo- las había perseguido por la sala y
las habitaciones del apartamento.
-Es un sádico,
Falema. ¿Por qué todavía vas allá? ¿Por qué Samara convive todavía con ese mal parido? ¿No deduces que se identifican, comulgan
en comportamientos delictivos? ¿No crees que ella está visiblemente afectadada por las drogas?
-Dopado, el
maldito enloquece. Y mi hermana es una cabrona. Víctor ha fornicado con amigas que ella ha llevado a dormir.
-Respóndeme,
«amor linda». No evadas mi pregunta. ¿Por qué también pernoctas allá? Acaso, ¿te revuelcas con el proxeneta?
-No me presiones,
acércate y bésame, «gordito lindo» […] Ese vago y mantenido de su ignorante padre abusa de todos. Procuro cerrar
bien la puerta del cuarto de huéspedes cuando me quedo.
-Pero: es su
casa, Fa, y tiene llave de las habitaciones. Una noche me confesaste que él te violaba cada vez que te veía llegar drogada
y borracha con Samara.
-Cálmate, no
importa. Esas cosas ya pasaron. Olvídalas.
-Si sabes que
es un sádico, ¿por qué te arriesgas a estar ebria en su mundo? –No te entiendo, «amor linda». No quiero te enfermes,
que te contagien una enfermedad de transmisión sexual. Cuídate, por favor, reflexiona. Aléjate del estilo de vida de Samara
y Víctor.
La «Princesa
de la Obscuridad» sentó su Ser Físico en el umbral
del apartamento, en una escalerilla. Ulberth caminó hacia ella, se inclinó y la besó intensamente. La adoraba. Amaba a esa
desquiciada, emblemática y patética mujer: a la Bestia Negra,
como, un año después, la calificaría.
Ella le bajó
el short y le apretó su pene con la mano derecha, que no tardó en llevárselo a la boca para divinamente succionárselo.
Durante dos minutos, chupó con increíble regusto hasta que recibió una llamada en su movilcel [lo tenía en su mano
izquierda].
Casualmente,
la llamaba Alveiro. Su ex compañero lloraba y le rogaba que se reconciliaran.
Sin sacarse
el falo de Ulberth de la boca, ella lo inquiría con incomodidad:
-¿Todavía me
amas, Alveiro?
-Si, yo te
quiero mucho –desesperado, respondía el despechado hombre-. Regresa a mi. Me enfurece pensar que estás con mi ex amigo
Ulberth, quien se dejó seducir por ti y me traicionó. Me han dicho que ustedes
son amantes.
-No, ¡no!
–repetía Fa sin dejar de chupar, gustosa y obsesivamente, con mayor placer-. Es puro chisme.
En realidad,
no lo era: un rumor perniciosamente propagado por seres llenos de insidia. Numerosas y conocidas –por ambos- personas
veían, con frecuencia, a Falema y Ulberth juntos en todas partes: transfiriéndose saliva, acurrucados, tomados de la mano,
almorzando o cenando en restaurantes de la Perrera Central.
En ese momento,
Ulberth no pudo contener su eyaculación y su miembro expelió un denso pero no muy abundante semen, que ella se tragó. Sonrió,
apartó el teléfono de su oído y le murmuró a Ulberth que «su leche era salada». Le había mamado el falo incontables
ocasiones, pero sin ingerir su fluido.
-No puedo regresar
contigo, Alveiro –sentenció Falema al fin, separándose del pene de Ulberth-. Ya no te amo. Y no porque esté con
Ulberth, lo cual es un rumor.
De pronto,
la comunicación se cortó y Falema bebió un sorbo de cerveza.
Su irregular
movimiento de cabeza indicaba que se hallaba excesivamente ebria. Iniciaba su [ella auténtica] Ser Otra, su rictus.
-Parece que
se le terminó el saldo al teléfono de ese «periódico de ayer» –cínicamente, profirió-. Nos dejará en paz, «gordito lindo»,
tranquilo. No te abandonaré. Siempre me gustaste y deseaba estar contigo, que te fijaras en mi.
-Me has dicho,
repetidas veces, que nunca lo ves y que no le infundes esperanzas de retorno. ¿Por qué le atiendes llamadas telefónicas?
-Porque a veces
le lleva dinero a mi hija Rinel, a casa de mi madre. Me ayudó a criarla durante casi siete años y me conviene.
Ulberth parecía
presa del estupor. En el interior de su cabeza, millones de indescriptibles partículas chocaban las unas contra las otras.
La suspicacia y don de expresar premoniciones le advertían de la inviabilidad de las excusas de Falema. Pero, había sido espectacular
la eyaculación y ulterior euforia que lo sumió en el lodazal de las mentirosas. Luego de varios segundos, reaccionó para declarar
a la mujeruina lo siguiente:
-Eres una macabra.
No debes atenderle llamadas. Yo eyaculaba en tu garganta y tu le platicabas. Fue una indiscutible perversidad nuestra. Me
apena. Las sospechas de Alveiro están bien fundadas. Siempre te he sugerido que le digas la verdad, que no le des esperanzas
de reconciliación y que no continúes mintiéndole. Fuimos amigos por casi veinte años. Es un hombre inteligente y lo aprecio.
Tal vez un día otro te falotree estando comprometida conmigo, y lesiones mi dignidad. Me siento muy vulnerable y no debes
aprovecharte de ello, primero porque te adoro y porque no merezco semejante canallada. No lo traicioné. Al regresar de mi
largo viaje, me informaste que habían terminado una relación obviamente tormentosa. Si él, en realidad, te golpeaba, nadie
podrá nunca culparte de la ruptura.
-Ya, «gordito
lindo», ya. Vamos a la cama, dormiremos de nuevo, juntitos, abrazaditos. Ven, toma mi mano, ayúdame a levantar mi obeso
cuerpo de aquí.
-Me gusta tu
cuerpo, no te acomplejes.
Fueron a la
cama, se apretujaron y durmieron hasta las 9 pm. de ese domingo lleno de sorpresas. Ulberth le explicó a Fa [lema]
que debía comunicarse urgentemente con su hija Artemisa, para impedir que subiese a la planta alta. Esa noche no. Tendría
que venir el lunes, muy temprano, para colocarse el uniforme escolar y buscar sus cuadernos. La niña dormía los viernes y
sábado con su enferma madre, en la planta baja de la casa, pero retornaba los domingos en la noche. Esa era la rutina, esa
vez truncada por la situación que se presentaba. Falema no se levantaría. Había enlazado una borrachera con otra. Y Kmalia,
su madre, que lidiaba a Rinel ese fin de semana, la llamaba con persistencia al movilcel. Pero, ella lo apagó.
-No quiero
que esa maldita me fastidie más. Tiene que cuidar a mi hija hasta mañana temprano –con voz ebria, dictó-. Sólo le molesta
Rinel, pero permanentemente mi hermana Yoly le deja a sus lastres Sol
y Any. La rumbera Samara, que es incapaz de hacerme el favor de estar con mi hija, también le delega a Sadam. Muchas veces,
yo le he cuidado a ese bastardo.
-Tienes mucho
odio contra tu familia. Me asustas.
-Mira, «papito
lindo». Si me adoras, consígueme una dosis de heroína para el próximo fin de semana.
-¿Qué pretendes?
¿Estás loca?
-Ya, «amor
lindo», ya. Abrázame.
[Capítulo VII]
A las 7 am.,
Artemisa, la hija menor de Ulberth, subió a ponerse el uniforme y preparar los cuadernos que los lunes tenía que llevar a
su escuela. Ya Fa [lema] estaría en la casa de su madre Kmalia. Partió asustada porque, según afirmó, la señora la
regañaría.
Antes, le pidió
dinero a su «novio» para sus compras menores y habituales de la semana. Él, como acostumbraba, ya le había colocado -generosa
y espontáneamente- algunos billetardos en el bolso.
-Papá, no sigas
con «Peluca de Bruja» -le suplicó Artemisa a Ulberth cuando él la trasladaba hacia la institución educativa-. Recuerda que
una vez me dijo, borracha, en presencia de Rinel, y tu estabas con nosotras, que me haría llorar lágrimas de sangre. Es una
malamadre. Una loca. Tiene una horrible fama de perra. Dicen que es una drogadicta, una prostituta. Y sabes que golpea
–salvajemente- a su hija. No te quiere. Sólo te manipula para que le des dinero. Te chulea, ¿no te das cuenta?
-No te atormentes
por cosas que sólo los adultos podemos resolver, nenita –la aconsejó el idiotizado progenitor, mientras conducía su
máquina de rodamiento-. Sabes que los vecinos suelen divulgar, maliciosamente, chismes sobre cualquier persona sin
conocerla. Eres una niña de diez años, amiga de Rinel, con la cual te diviertes cada vez que viene con Falema. No debes afligirte
por mi. Se cuándo y cómo terminar con ella, si en el futuro descubriese que son ciertas todas las barbaridades que la gente
esparce de su vida. Hay que ser justo.
-Es una diabla,
papá, muy agresiva. Hasta su hija y su sobrino Sadam hablan muy mal de ella.
-Cálmate, Artemisa.
Llegamos a la escuela. Te buscaré a la salida de clases.
-Puedo regresar
con mis amigas, papá. Estamos cerca. No te preocupes.
-De acuerdo.
Has crecido. Pero, cuídate mucho. No te detengas por el camino. No le recibas nada a ningún desconocido, a nadie.
-Yo se […].
Varias de mis compañeras de estudio caminan conmigo. Nada pasará. Nos protegemos.
Después de
haber escuchado, tolerante, las repetitivas y aberrantes confesiones de Falema cuando ella estaba en trance de ebriedad
extrema, y a causa de su ridículo enamoramiento de hombre mayor, enceguecido Ulberth sometía su macerada inteligencia a dudas
y justificaciones sin sentido para exculparla. Pero, en lo profundo de su psique, amordazaba la verdad según la cual
su «novia» era una promiscua, macabra, desquiciada y manipuladora mujer peligrosamente inclinada a cometer delitos. Él, víctima
de su fatuidad personal, de su fragilidad psicológica y de la soledad, tendría que afrontar lo oculto maldito que Falema
enmascaraba.
Se detuvo en
un abasto de carretera. Compró cigarrillos, encendió uno y retomó su tránsito de regreso a su hábitat. No podía dejar de pensar
en Falema, con desconfianza y temor. Necesitaba llamarla, preguntarle qué hacía y si podía buscarla para que almorzara con
él. Recordó, sin embargo, que ella tenía una cita de representantes en la escuela de su hija Rinel. Y la llamó al movilcel:
-Soy Ulberth,
«amor linda» -–musitó-. ¿Te gustaría que te llevara a la reunión de la escuela?
-No, tranquilo,
«papi» -respondió ella, con frialdad-. Ya voy en camino. Me subí a un transporte público. Mañana nos veremos.
-Pero, necesito
hablarte personalmente. Quizá esta noche.
-Tengo trabajos
que realizar en la casa de mamá. Mañana.
La «Princesa
de la Obscuridad» cortó la llamada, sin despedirse. Su
voz denotaba indiferencia, o, mejor digo, parquedad. Súbito episodio, Ulberth se deprimió terriblemente. Le sobrevino lo que
él definió a su psiquiatra, durante una consulta médica, como náusea depresiva.
El estómago se le comprimió y perdió fortaleza en los brazos y piernas.
[Capítulo VIII]
La tarde de
ese lunes, Alveiro irrumpió -con su derruida camioneta- frente al apartamento
de Ulberth: llamándolo enloquecidamente para que se asomase por el alargado balcón. Y él salió en compañía de Artemisa, que
reflejaba un enorme susto en su faz. Su padre la calmó diciéndole que «nada malo ocurriría y que ambos estaban protegidos
por la enorme puerta de metal, al pie de la escalera en forma de caracol». Además, abundaban los curiosos y ellos le impedirían
cualquier violenta y letal acción.
-¡Maldito,
traicionero amigo, tienes que darme una explicación! –fuera de sus cabales, exclamaba el indeseable visitante y amagaba
presumiendo tener un arma en el interior de su vehículo.
Ulberth y Artemisa
se limitaron a escrutarlo con sorna y pena a causa de su ridículo comportamiento. Alveiro se exhibía excesivamente gordo,
despeinado, barbado y con una sobresaliente panza de hombre obeso. Se le caían los pantalones. Sus enrojecidos ojos y los
movimientos de su boca, brazos y piernas delataban a una persona drogada. Él consumía cocaína y marihuana, todos los días,
y, al mismo tiempo, bebía fortísimos y baratos licores. Los vecinos, que solían verlo en el sector, salieron de sus casas
para observar su impostura y demencia.
-¡Sal de ahí,
mariquita, para que nos golpeemos! –insistía, absolutamente descompuesto-. ¡Cobarde, deja a tu hija Artemisa
y ven a mi. Pelea, maldito, pelea! ¡Me quitaste a Falema y Rinel, desgraciado!
-No pelearé,
Alveiro –finalmente, lo encaró Ulberth-. Te sugiero que regreses a tu casa. Te ves muy alterado y borracho.
Alveiro enfureció
mas y comenzó a gritarle a los vecinos la absurda e increíble calumnia según la cual Ulberth se drogaba, y que era un sádico.
Por lo contrario, Ulberth solía aconsejar a su ahora fortuito enemigo para que dejase de consumir las basuras heroicas que
compraba en la Perrera Central.
-¡Vete, lárgate
ya, loco! –vociferó, inesperadamente, Artemisa-. Deja a mi papá en paz y busca a tu Falema, esa horrenda «Pelubruja».
Llamaremos a los policías por teléfono para que te lleven […]
Reaccionó y
le prometió a la niña que no le haría daño a ella. Le aseguró que se iría y que no tuviera miedo. Antes de partir, sacó de
su todoterreno camioneta cuatro paquetes de libros que le habían publicado a Ulberth, y que mantuvo en resguardo en
su cabaña. En todas las direcciones, procedió a tirarlos: hacia la calle y el apartamento, fracturando algunas tejas de las
casas contiguas. Esa demencial conducta, impropia de alguien con la formación intelectual de Alveiro [era periodista, ex Director
de dos importantes diarios y podía expresarse en Inglés y Castellano], produjo lástima entre quienes, asombrados,
lo miraban. Subió a su máquina de rodamiento y, de retroceso, huyó endemoniadamente.
Varios infantes
y sus madres, que presenciaron la virulencia del perturbado «comunicador social», procedieron a recoger los libros escritos
por Ulberth: quien, abrumado, les agradeció el espontáneo gesto de solidaridad.
En días subsiguientes,
Alveiro reincidió y protagonizó hechos deplorables ante la la vivienda de Ulberth: siempre lo desafiaba e invitaba intercambiar
puñetazos. El escritor optó por ocultarse de su ex amigo transformado en monstruo, cuyas acciones abultaban un inédito catálogo
de bestiario. Pese a lo cual, rehusó denunciarlo ante el Grupo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas
[GICPC]. Ulberth esperaría, impasible, que la quietud y racionalidad retornasen a la vida del fablistán y aprendiz
de novelista a quien respetó mucho y sirvió de tutor en materia literaria. Empero, Alveiro lo amenazaba sin cesar mediante
llamadas telefónicas y mensatextos enviados a su movilcel privado.
Ulberth le
dijo a Falema, tras informarla de tales sucesos, que viniera con menos frecuencia a su apartamento y que estuviese alerta.
No debían exponerse a las desagradables y peligrosas embestidas de su demente [y de venganza sediento] ex concubino. Ella
admitió que ambos peligraban. Le aterraba la idea de toparse –de frente- con Alveiro.
Continuaron
su relación, que se fortaleció con la –por meses- buena conducta de Falema. Durante casi un año, parecía otra mujer:
más madura, humana, sensible, segura de cuanto anhelaba para su vida y la de Rinel. Rechazó las incitaciones para rumbear
de su prostituida e incorregible hermana Samara, la «Veleta de Tascas Malolientes» [así la calificaba Ulberth] Se reunían,
rutinariamente, los fines de semana. Ella iba donde su «novio» en compañía de su hija, que compartía instantes de juegos y
charlas con Artemisa, y se quedaba en su apartamento desde los viernes hasta los domingos cuando Ulberth la llevaba de regreso
a casa de la señora Kmalia. Ciertamente, Fa [lema] sólo maquilló su maledicencia presionada por las presiones de su
madre: que, incansable, la sermoneaba diciéndole que formalizara su vínculo afectivo con el hacedor de ficciones y
funcionario, en «situación de [retiro] jubilado», de una de las universidades más importantes y vetustas del país.
[Capítulo IX]
«De mujeruinas,
ebrias promesas de fidelidad y honestidad redentoras». Eso se advirtió Ulberth a si mismo cuando Fa [lema], incisivamente,
comenzó a forzarlo a sacarla a beber de nuevo a la Perrera Central.
Ella sufría, levantaba su mirada y torcía sus ojos al recordar –en el apartamento de su pareja- sus andanzas por las
nada odoríficas tascas con Samara. Él, para no perderla, claudicaba y la llevaba a esos inasépticos lugares, con la molestia
adicional de tener que bregar con su briba hermana: por fe y hábito borracha, dopada, en compañía de cazadores de putas, besándolos,
pidiéndoles dinero y regalándoseles por una dosis de porquería heroica o [de baja denominación] billetardos para aumentar
su fama de ramera y adepta.
El imbécil
Ulberth fue persuadido a [botar] gastar, cada fin de semana, sin posibilidad de protesta, grandes sumas de dinero en
bares y restaurantes para satisfacer el apetito de disipación nocturna de la [también] incorregible y negra bestia. Era cierto:
de ella se [enamoró] fascinó y empezaba a desencantarse. Los viernes y sábado se fusionaban en una misma y prolongada
noche de rumba, que precipitaban las discusiones entre ambos. Él se preocupaba por el dispendio en el cual lo sumergía la
mujeruina.
Fa acrecentó
su público prontuario de canalladas contra Ulberth, a quien sus amigos de la intelectualidad lo alertaban diciéndole que solían
verla putear en los establecimientos nocturnos de la Perrera
Central.
En dos ocasiones,
después de beber y comer hasta el hartazgo, ella lo robó y dejó abandonado en tascas para irse a perrear con Samara. Él tuvo
que manejar solo y ebrio por la [llena de barrancos] carretera que enlazaba la capital de la ciudad con el apartado sector
de La Arenisca.
Al siguiente
día, siempre la «Princesa menor de la Obscuridad», que
Ulberth ya lamentaba tenerla por compañera, lo llamaba al movilcel: llorándole de modo histriónico y suplicándole que
la disculpara.
-Tamara y yo
estábamos muy borrachas, perdóname, «gordito lindo» -le repetía sin agotar su caradurismo-. No hice nada malo, me quedé con
ella en el apartamento de Víctor.
-Me dejaste,
Falema, para culminar en la casa de ese proxeneta –amargamente, se quejaba Ulberth-. ¿Por qué, dime por qué?
¿Qué ocurre a tu mente? –Me lastimas con tu ruin comportamiento, «amor linda». Si prosigues con tu deslealtad, nuestra
relación acabará. ¿Por qué cambias la vida apacible junto a mi por el basurero?
-Búscame, «gordito
lindo», estoy arrepentida.
Situaciones
como la expuesta se presentaban casi idénticas, cada semana, con la agravante que Fa [lema] se drogaba -a espaldas
de Ulberth- con Samara.
Llevaba una
doble vida. Cuando estaba con él, le pedía que le comprara heroína. Exigencia que Ulberth le reprochaba y se negaba a complacerla.
-Es insólito
que anheles consumir una droga tan letal –enardecido, la espetaba-. Te gusta ingerir licor, a mi también: pero,
es un vicio lícito. Si no bebemos todos los días, no tendremos problemas. A ello no puedes añadir una novísima, y destructora
de la psiquis, dependencia a narcóticos como la heroína. Reflexiona, «amor linda», por favor […]. Tienes una
hija pequeña, piensa en ella. No puedes convertirte en una malviviente mujer. Eres una señora de 28 años y yo un ciudadano
que duplica tu edad.
-Está bien,
mi «gordito lindo» -prometía ella-. Haré lo que me aconsejas. No pensaré en drogas.
Fa [lema]
no tardaba en reincidir con sus perrerías. Un viernes que, ansioso, Ulberth la esperaba, no se presentó en el apartamento.
Pero, le llegó a las seis de la madrugada del día sábado: Borracha, drogada, maloliente, hablándole incoherencias. Él la interrogaba,
nervioso. Lucía similar a las violadas. Quiso saber cómo regresó, dónde y con quiénes había rumbeado: pero, en su defensa,
ella alegó padecer la amnesia etílica frecuente entre los bebedores de alcohol. La impelió a dormir para discutir sobre
sus canalladas cuando ya estuviese sobria.
Despertó durante
las primeras horas de la tarde y ella le rogó, de rodillas, que no la botara. Su retórica fue la misma de siempre:
«perdóname,
mi amor, no volveré a portarme mal contigo. No se qué hice, con quiénes estuve. Pero, estoy segura que no te traicioné sexualmente.
No se qué me sucede. La culpa la tienen mi hermana Samara y amigas que me convencen para salir con ellas».
-Falema –Acariciándole
la cabellera, discernió Ulberth-. Pretendes que yo piense que necesitas una dosis de psitacismo. Llegaste al amanecer:
ebria, drogada, orinada y embadurnada de mugre. ¿Qué pasó? –Tengo miedo de ti, que te enfermen […] En el ambiente
de la Perrera Central donde has elegido estar,
dejándome cruelmente solo, cuando más depresivo estoy, pueden hasta matarte algún día. Reflexiona, por favor, piensa en tu
hija, en ti, en mi […] No me cambies por el basurero municipal. Prepárate para lo que adviene, ese futuro que no te
dará tregua, y no sofoques tu juventud en un hedonismo que puede abatirte. Tu comportamiento es despreciable, suicida, inexplicable,
sin una finalidad inteligible.
-Mi hermana
Samara tiene razón: eres un cínico y moralista […]
-Ella jamás
tendrá razón por ser sujeto de los tácitos y eternos interdictos contra la prostitución y el robo.
-No entiendo
lo que dices.
También se
apareció otra madrugada en el apartamento de Ulberth [que, frustrado, durante horas la esperaba] con Neida, una embarazada
y menor de edad chica, de la cual afirmaba que «era una mina de oro» para prostituirla. Él le notificó que, la próxima vez
que viniese en compañía de gente de la Perrera Central,
no le abriría la puerta de su residencia. Ella –dopada y ebria- lo abofeteó y le golpeó los brazos. Pero, se desnudó
y lo emplazó a falotrarla por su brotado –de hemorroides- culo: petición que él no satisfaría, asqueado de la Bestia Negra. Le imploraba: «Ven, por favor, ven, papito
lindo. Si no tienes muchas ganas, puedo mamarte el güevo para que se te ponga erecto». Su boca exhibía un sangrante herpes
y su vagina pústulas alrededor de los labios vulgares. Él la emplazaba para que acudiese a consulta médica especializada.
No dudó más:
Fa [lema] se inclinaba al proxenetismo, y, quizá por ello, ávidamente buscaba juntarse con Samara y Víctor para
fortalecer su amoralidad. Eran escorias de la misma cañería.
-Tendrás que
alquilarme una habitación para vivir con Neida y mi hija –encendió Falema un poco más la discordia de Ulberth, macabra
y gradualmente convertido por ella en piltrafa de tanto maltratar su dignidad.
-Rinel es una
infante, no merece que la introduzcas en tu disoluto ámbito –la amonestó él.
[Capítulo X]
Ulterior a
los episodios narrados, Ulberth se alejó de quien ya no era ni su «novia» ni su «amiga»: sino, una especie de enorme y maloliente
bacalao difícil de llevar sobre los hombros.
Una tarde que
se sintió muy afligido, fue a beber cervezas a La Cibeles:
una de las principales tascas de la Perrera Central,
centro de operaciones del clan de putas del cual Fa [lema] era «Individua de Número».
Ahí, sin previa
indagación de su parte, Ulberth fue informado por uno de los mesoneros [Enrique] que a Samara y Emilieta les habían prohibido
entrar a la tasca por hurtarle, borrachas y dopadas, el movilcel a una dama que bebía con su pareja. También protagonizaron
una bochornosa reyerta –por causas que él no precisó- con un tipejo frente a los numerosos clientes.
Ulberth estaba
enterado que a Emilieta, quien fue su esposa, matrimonio que no duraría más de un año, meses atrás varios pescadores de putas
y asiduos visitantes de la Perrera Central
se la fornicaron diligentemente hasta [pudrirla] preñarla. Inútil era su faena en búsqueda de una víctima a quien
atribuirle su embarazo. Práctica ruin que, posteriormente, Fa [lema] intentó materializar en perjuicio de Ulberth:
presentándose con violencia, en un vano intento por achacarle un presunto [pedo] feto que llevaría en sus entrañas.
Quiso extorsionarlo, pidiéndole cierta suma de próceres impresos. Pero él, iracundo, le disertaría que ella era «una
rata más de la cañería que habitaban Emilieta, Samara, Gladys, Valentina, Neida y demás princesas de la Obscuridad».
Esa moribunda
tarde, antes que Ulberth abandonara La
Cibeles, casualmente ingresaron a la tasca Gladys y Valentina: a las que todavía no les prohibían el
acceso al lugar. Gladys se le aproximó buscándole conversación para seducirlo:
-Papito, ¿estás
peleado con Falema? –lo interrogó-. Invítanos a beber contigo […]
-En diez minutos
me iré –parco, sentenció Ulberth-. Estoy muy deprimido, necesito regresar a casa.
-Nosotras no
estamos comprometidas hoy con nadie. Anímate. Podríamos acompañarte. Llévanos a tu casa, te divertiremos. ¿Has tenido, mi
tiernito, la maravillosa experiencia de fornicar con dos mujeres al mismo tiempo? Yo convenzo a Valentina. Mírale los senos,
son más grandes y bonitos que los de Falema.
-No, gracias:
¡Enrique, Enrique, amigo, tráeme la cuenta!
Ulberth se
metió en su automóvil, que tenía estacionado frente a la tasca. Transitó hacia la salida de la ciudad. Se detuvo en una licorería,
compró una caja de cervezas enlatadas y se dirigió a La Arenisca.
Cuando estuvo cómodamente recostado en su cama, escuchando música y bebiendo, recibió un mensatexto
de Fa [lema] en su movilcel. Lo acusaba de haber enviado algunas misivas desde su teléfono, mediante las cuales ella instigaba a varias de sus compañeras de estudio y otras féminas a participar en una orgía
en el interior de un taxi: donde mamaba divinamente los penes de cinco desconocidos, mientras se turnaban para «cargársela»
por el trasero. Ulberth sintió escalofríos y un desconcierto profundo, imaginando cómo la Bestia Negra se dejaba violar o provocaba sexualmente a desalmados para que se aprovecharan
de ella cada vez que se emborrachaba y drogaba. Y nunca «sus promiscuos actos recordaba», a causa de la común «pérdida
etílica de la memoria».
Al leer respecto
a tan horrendos hechos, Ulberth se reprochó haber adorado a una mujer como Fa [lema]: más por negligencia que por impericia
al tratar con las personas. Se emborrachó y se lastimó psicológicamente.
Era un imbécil,
un cornúpeta, un por [volición] avestruz. Temblaba, se retorcía en el colchón, enjuiciaba su resquebrajada moralidad, su formación
y cultura. Se arrepentía de relacionarse con gentuza y se castigaba por su vulnerabilidad.
Debía reaccionar,
retomar su quiescencia, y pronto, si quería salvarse y resguardar su reputación de escritor sagaz, juicioso, buen padre, enemigo
de la vida escandalosa, de quien ningún vecino expresaba quejas por su comportamiento. En cambio, Fa [lema] era, cada
momento, irrespetada por los hombres que habitaban la calle del caserío de La
Arenisca donde residía.
Artemisa no
merecería un padre idiotizado, manipulable, amante de una mentirosa ramera: incapaz de llevar una existencia ejemplar ante
sus ojos. Y recordaba los parlamentos de su hija:
«-Papá, por
favor, deja a Peluca de Bruja. No te quiere, es una malamadre, mentirosa y prostituta. Te chantajea, te manipula. Olvídala».
[Capítulo XI]
Ulberth determinó
alejarse de la escoria negra, esa de cabellera alborotada y amorfa, falsificado caminar y urdimbre en la mente llamada
Fa [lema]. La depresión lo abatía. Experimentaba una gravísima falta de voluntad para vivir, enfrentar los quehaceres
cotidianos y razonar. Sus piernas le fallaban, era presa de súbitos llantos, escalofríos, temblores, no se alimentaba y padecía
de una náusea sempiterna.
Se había equivocado
al recibir en su mundo a una prostituta y alocada señorona de la
Perrera Central. Lo sabía, pero exhibía una absurda y de un escritor impropia resistencia a mirar
la realidad. Por ello se cuestionaba reciamente. Su psique estaba lesionándose de tanto pensar en la deshonestidad y desenfreno
de Fa [lema].
Quería moralmente
digerir, procesar, entender y expulsar a es[e]a de la sociedad esputo
de su mente y no podía. Dormía poco y, cuando lo hacía, era víctima de pesadillas demoníacas y premoniciones.
Casi todos
los episodios del futuro que irrumpían en su cavidad craneana se sucedían. La videncia, que antes le fue útil para
sobrellevar las vicisitudes que le deparó el ambiente académico y administrativo de la institución universitaria [para la
cual trabajó 27 años] comenzaba a fustigarlo.
¿Por qué tiendo
a sublimar a las mujeres sin prevenir que muchas no son más que infernal excremento de bestias, el sucio producto de la unión
sexual o fortuito apareamiento de dos engendros del Mal? –se inquiría, una y millones de veces, obcecadamente-.
¿Por qué no conduzco mi existencia conforme a mis premoniciones e intuición?
El lema
de Fa era cómo continuar estafándolo pidiéndole, ofreciéndole que la sodomizara. Hasta un embarazo le rogaría. Durante
días, lo sitió. Lo llamaba al movilcel, se colocaba en las esquinas de la calle donde se hallaba su apartamento, en
la entrada de la urbanización y bodegas cercanas. Ulberth la rechazaba por teléfono, le sugería que retornara a la Perrera Central y que lo dejase en paz junto a Artemisa:
contra quien ella alimentó –durante meses- un peligroso e injustificado rencor. Tenía a la niña por su enemiga y a los
malvivientes de la Perrera Central
por sus aliados. Borracha, alguna vez igual confesó odiar a Rinel: su más próximo estorbo y única cría por la cual Ulberth
y Artemisa sentían afecto y compasión.
Al darse cuenta
que él se había deliberadamente atrincherado para evadirla, Fa [lema] le enviaba mensatextos al movilcel
en los cuales le decía que «él no era sino un viejo maldito», un «maricón». Cuando bebía licor, Ulberth le respondía con inimaginables
ofensas.
«-Puta, por
dosis de droga y barato licor repartes tu culo a los malvivientes de la Perrera Central» -le
escribía y enviaba las frases vía celular-. «Por tu afición a mamarle los podridos güevos a los malandros de
la Perrera Central
que te dan cocaína, marihuana o heroína, te han contagiado sus verrugas de sarcoma purulentas» […]
Cuando le pasaba
la borrachera, Ulberth se arrepentía de haberla denigrado: pese a que, íntimamente, estaba convencido que ella se merecía
semejantes expresiones.
En última instancia,
Fa [lema] logró un poco más que sus anteriores parejas: convertirlo en una piltrafa suicida. Si, porque Ulberth
no pensaba en cosa distinta al suicidio. El comportamiento de la
Bestia Negra era una irrefutable evidencia de instigación.
Frente a tales
enunciados, Fa [lema] tomaba revancha exhortándole que se suicidara:
«-¡Muérete,
viejo malditol, muérete!» -le escribía ella.
«-Sobre tu
sepultura esputaré» -le advertía él y recordaba la novela Escupiré sobre tu tumba, de Boris Vian.
Ulberth, que
perdió varios kilos de peso a causa de la náusea depresiva que le impedía tragar.
Optó, desesperado,
por acudir a su psiquiatra: Merisol, amiga de muchos años y magnífica profesional de la medicina de postgrado. Le confesó
su extrema ansiedad e ideas suicidas. Le narró la tragedia que experimentaba por haberse relacionado, afectivamente, con una
mujellera, y la doctora lo emplazó a desecharla de su vida.
-Déjala,
te aconsejo, descártala –pontificó y le recetó píldoras antidepresivas.
Como consecuencia
de las persistentes súplicas telefónicas de Fa para que se reconciliaran, Ulberth
platicó con Artemisa y le explicó que la soledad lo mataba. Las pastillas antidepresivas acrecentaron su vulnerabilidad y
reincidió en retomar un vínculo que hedía similar a los habitáculos de morgue. Al percibirlo psíquicamente inestable, con
desagrado su hija claudicó y le prometió que no interferiría. Pero, le dijo a su padre que tuviese cuidado porque «esa clase
de perras nunca se corrigen».
-No te quiere,
papá –lo regañaba-. Seguro tiene problemas económicos y familiares por sus andanzas de prostituta y por ser una drogadicta.
Tiene mala fama, está rayándote […]
-María de Magdalia
se arrepintió ante Jesucristo, bebé linda –justificó fútil y fatuamente Ulberth su decisión de darle una oportunidad
más a Fa [lema] para que se vindicase-. El hijo de nuestro Padre Supremo perdonó a una ramera al ver que le
lavaba sus pies, en acto de explícita contrición. Se redimió auténticamente. Yo -que no soy el crucificado, aun cuando siento
lo que él- no tengo tanta soberbia como para no perdonarle sus malas acciones.
[Capítulo XII]
Era noche de
viernes. De nuevo, se reencontraron en el apartamento de Ulberth: quien, contento, preparó dos cubalibres. La presencia
de aquella monstruo ejercía una influencia curativa en él. Todavía, insólita e inexplicablemente, la adoraba.
Se abrazaban
y besaban, efusivamente, y brindaban por el éxito de la reconciliación. Ulberth procuraba no pensar en el pasado, y, con sus
alevosos e inagotables amapuches, ella se encargaba de distraerlo para que no lo hiciera. Cuando ya estaban [ofuscados] medianamente
ebrios, a la medianoche Fa [lema] le pidió realizar un «ritual de iniciación satánica»:
-Ya que Dios
no me da riquezas, quiero probar con el Demonio –elucubró-. Quiero ser una Princesa de Legión, «papito
lindo». Cuando vivía con Alveiro, un día me dijo que eres un satánico. Y que, por eso, siempre logras lo que deseas.
-No soy un
satánico, «amor linda» -refutó Ulberth-. Por haber editado dos libros relacionados con el Diablo, algunos ignorantes
me difaman. También escribí y publiqué un texto titulado Deus. Soy un
hacedor de ficciones.
-Pero, mi ex
marido me informó que publicaste un «ritual de iniciación satánica». Ayúdame […]
Ulberth recordó
una frase que insertó en Revelaciones, uno de sus mas polémicos libros: «Quien cruz quiera darás sobre la cruz muerte».
Convino en la idea de satisfacer el anhelo de Fa [lema]. Apagó las luces y la música. Tomó un papel, un bolígrafo y
una vela. Le apretó las manos y la condujo hacia el cuarto de baño. Cerró la puerta,
encendió el cilindro de cera y comenzó a escribir el juramento de adhesión y lealtad de ella al Maligno y a
Ulberth, de quien se rumoraba era «Príncipe de Legión». Transcribo el contenido:
Juramento de
Lealtad al Demonio
«Mediante el
presente documento, yo, Falema, para merecer la protección y gozos que Lucifer ofrece a sus adeptos, juro mi fidelidad
a él y sus mandamientos de catequesis que obedeceré. También prometo que seré honesta y leal a Ulberth, su hijo pródigo,
mientras en este mundo él respire. Si yo llegase a violar esta Adhesión Satánica, aceptaré ser implacablemente castigada
con penurias y tragedias personales hasta el advenimiento de mi muerte. No quebrantaré mi palabra, cuya hipotética irreversibilidad
futura pagaríamos con sufrimientos mi familia y yo durante el tiempo que dure nuestra existencia. Primero beso, luego firmo
y quemo mi ya escrita conversión».
Sus sombras
se deformaban con el movimiento ondulatorio de la llama. Fa [lema] materializó el ritual: besó, firmó y colocó la hoja
de papel encima del fuego. La soltó y, en segundos, se volvió cenizas. El cuarto de baño se había llenado de humo, motivo
por el cual presuroso Ulberth abrió la puerta y salieron tosiendo.
Ya en la alcoba,
bebieron y fumaron cigarrillos. Fa [lema] se desvistió, provocándole una súbita erección.
Y le formuló
otra inusitada petición: quería sodomizarlo con sus dedos. Él sintió escalofríos. Nunca se introdujo algo por el ano
y, en más de cincuenta años de existencia, ni siquiera se sometió a exámenes prostáticos.
-Por favor,
«gordito lindo», déjame hacerlo –suplicó, excitada.
-Me desflorarías,
Fa –en actitud defensiva, manifestó pánico él.
-Permítemelo,
estoy antojada.
-Está bien,
«amor linda». Hazlo cuidadosamente. Tengo miedo.
Fa le quitó
el short. Se untó un poco de la vaselina en sus dedos angular y medio, y –sin vacilación ninguna- se los
metió por el culo. Ulberth emitió un entrecortado quejido. Sintió que las puntiagudas uñas de ella le desgarraban las paredes
interiores del ano. Pero, estoicamente, soportó el intenso dolor. Luego de tres minutos, cuando parecía haberle sobrevenido
un primer orgasmo, la –ahora- nueva «Princesa de Legión» sacó sus dedos y le pidió a su amante que la falotrara
por el trasero. Para lubricarse, él la folló primero por la vagina y después intentó satisfacerla. Tuvo que colocarse, también,
vaselina para lograrlo. Ella tenía las hemorroides inflamadas y salientes. En pleno jadeo, Fa [lema] ladró extática.
Su éxtasis fue profundo, inenarrable, como inconmensurable la eyaculación del otro.